Por regla general, cuando una persona obtiene un avance en sus estándares de vida, muy difícilmente va a regresar voluntariamente a su estado anterior. El avance puede ser un objeto material, como por ejemplo, una persona que por toda su vida viajó en el transporte colectivo, pero con esfuerzo consiguió financiar su primer auto, en unos años ya no podrá imaginarse tomando un autobús, o incluso quizás olvidará la ubicación de los paraderos, o el precio del pasaje. A una escala mayor, en unos 150 mil años la humanidad ha alcanzado increíbles avances. En unos cuantos milenios pasamos de ser unos cuantos grupos de cazadores y recolectores desperdigados en el planeta, a domesticar el maíz (y muchas otras plantas) y establecer grandes imperios. En los últimos siglos los avances suceden tan rápido que es fácil perder el hilo. Cuando nací el uso del internet estaba en sus inicios y por lo tanto todos sus beneficios podían solo existir en el imaginario de algunos visionarios. Mientras nuestros ancestros para sobrevivir requerían poseer grandes conocimientos de la naturaleza que los rodeaba, en la actualidad solo basta con preguntarle a Google la ubicación del supermercado más próximo para hacer las compras de la semana. ¿Cuántos de nosotros estaríamos, por ejemplo, dispuestos a renunciar a las redes sociales y regresar a las llamadas telefónicas o correos postales? Además de nuestros abuelos, quizás nadie. Indonesia es el sitio perfecto para poder mirar cómo era la vida antes de muchos de estos avances. Indonesia es, en muchos casos, como el auto de Martin McFly para regresar decenas de miles de años al pasado. Por ejemplo, a unos cien kilómetros de mi casa todavía existen pequeñas familias de nómadas que tienden camas de hojas en las copas de los árboles para dormir y que se disputan los últimos remanentes de selva con el gobierno y las grandes corporaciones multinacionales que nos abastecen de bienes materiales. Al norte en el golfo de Tomini habitan los Bajau, un grupo de personas que viven prácticamente toda su vida surcando el mar en sus pequeñas canoas y buceando a puro pulmón para cazar todo tipo de seres marinos. Y al sur de mi ciudad existen mitos de pueblos dominados por superhombres, que solo las personas elegidas por los seres de la selva pueden mirar y hacerlo implicaría la inmortalidad. Siempre he sentido que cuando viajo a Indonesia paso por tres diferentes escalas de regresiones a la vida del pasado, que serían completamente ajenas para muchas personas en el mundo occidental. La escala número uno es Yakarta, una metrópolis que hace ver a la Ciudad de México como limpia, ordenada y sin caos vial. En Yakarta uno puede acceder a casi todo si se tiene paciencia: Internet inalámbrico, un capuchino, una ducha caliente, queso, leche y ensaladas hípsters, bares y vida nocturna, y algunos museos. Los centros comerciales crecen en los rascacielos de las zonas exclusivas donde algún privilegiado conduce su Ferrari rojo en una calle llena de baches, mientras a la vuelta el indonesio del barrio hurga entre la basura de un McDonalds. La segunda regresión es la capital de cualquier provincia, en mi caso Palu, la capital de Célebes Central. En Palu no hay bares ni vida nocturna. El último bar fue cerrado hace un año por el descontento causado por la venta de bebidas alcohólicas. En las calles, las personas por lo general me señalan y gritan “Bule” (blanco, extranjero, occidental) o “hello Mister”. Y es que fuera de las playas balinesas y los dragones de Komodo, Indonesia es un signo de interrogación para el mundo occidental, y a su vez el mundo occidental para los indonesios. En Palu, la electricidad es poco estable, al igual que el internet inalámbrico el cual comparto con miles de estudiantes que se amotinan en los pasillos de la universidad para actualizar sus estados de Facebook. El mes pasado que hubo un terremoto nos quedamos sin agua por algunos días y hoy le supliqué a una amiga de Nueva Zelanda enviarme unos foquitos para los tres únicos microscopios que perecieron con los apagones que dejó el torrencial de hace unos días. La tercera regresión, y quizás la más fascinante, es la vida del campo. Es en el campo donde me olvido del mundo virtual por completo (ya que literalmente no existe) y me enfoco solo a lo que está a mi radio de 15 kilómetros. El pueblo es como un pequeño microcosmos donde Farmville y Ages Empires se juega en la vida real, solo que los resultados tardan meses o años y una mala jugada puede llevar a una familia completa a la ruina y construir aldeas está acabando con la selva. A veces me gusta pensar que estoy dentro de un juego de rol donde soy el foráneo que llegó al pueblo en busca de conocimientos, y para lograr obtenerlos debo realizar muchas tareas que incrementen mi rango de respeto hacia con los pobladores. Mi primera misión fue conseguir 18 campesinos para realizar mis actividades, luego fue reclutar soldados (estudiantes) para llevar a cabo las misiones más complejas como transportar toneladas de materia orgánica por puentes colgantes. Hace unos días superé la misión de beber alcohol de palma destilado por los lugareños en galones de gasolina y regresar en la motocicleta en penumbras. La semana pasada perdí unos puntos en destreza, porque destruí el espejo de la motocicleta con un árbol de aguacates. Las realidades absolutasLas montañas del pueblo están repletas de militares que, cuando no están jugando voleibol, practican tiro al blanco con los últimos milicianos que hace unos diez años radicalizaran su movimiento político-religioso al prender fuego a varias aldeas y degollar pobladores de asentamientos predominantemente cristianos, entre ellos el mío. De vez en cuando aparece una cabeza colgando como piñata en alguna de las plantaciones de cacao aledañas a la selva. Todos en el pueblo hablan de los terroristas, como se les conoce. Algunos campesinos dicen que por las noches los terroristas bajan de las montañas a pedir sacos de arroz para llevarse a sus asentamientos. En la plazuelita cuelga una enorme manta con las fotografías de los terroristas (unos 15 individuos visiblemente desnutridos y vistiendo harapos), algunas con una equis roja señal de que los militares tienen buena puntería. Justo fue esa selva el hogar de los humanos más pequeños que habitaran el planeta hace unos 45 mil años. Estos humanos no median más de un metro y eran amos y señores de las islas. Ellos, junto con casi toda la mega fauna, se extinguieron cuando los primeros Homo sapiens llegaron al archipiélago indonesio. Lo poco que queda en las selvas no es mucho menos despreciable, Indonesia es el segundo país más mega diverso del mundo, solo atrasito de Brasil y por encima de México. Las selvas no solo están plagadas de terroristas y mosquitos, también son el hogar de uno de los primates más pequeños del planeta. El Tarsius, que seguro ya habrán visto en algún meme que corre por las redes sociales, no solo es adorable, sino que también es súper cute el condenado. Sería una verdadera pena que desapareciera de nuestro planeta. Hace unos días calculé que los 9 estudiantes y 3 asistentes que trabajan conmigo hablan unos 14 idiomas distintos al indonesio (la lengua oficial), pertenecen a tribus diferentes y ven la vida desde diversos ángulos. Algunos hacen pausas cada 5 horas para rezar y leer el Corán, otros descansan los domingos, unos más creen en los espíritus de la selva y varios vienen de una región donde entierran a sus muertos solo hasta que el último miembro de la familia haya entregado un búfalo a la viuda del difunto, lo cual puede tomar décadas. Cuando le pregunto a mis estudiantes el significado de alguna palabra, obtengo una decena de posibles interpretaciones que en muchos de los casos solo hacen que mi cabeza explote. A casi todos les da risa mi nombre, ya que Manu en Kaili (el idioma local) significa gallina. En este archipiélago indonesio de 13 mil islas y 5 mil kilómetros de este a oeste, cada kilómetro cuadrado ofrece una mirada a un pasado que me ha ayudado a entender quiénes somos y que nuestras realidades nunca han sido absolutas. Más terrorífico es saber que todos los avances de nuestra especie nos han llevado siempre a terra incógnita, y si esta termina no gustándonos será casi imposible volver hacia atrás. Lo más frustrante es aceptar que la mayoría de nosotros somos demasiado ignorantes para poder influir en nuestro futuro, y gracias a nuestra pereza por explorar nuevas realidades le estamos otorgando este privilegio a las máquinas que han terminado por enajenarnos a tal grado de dejarnos irreconocibles.
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"¿Estás experimentando algún tipo de choque cultural?" Anoche me encontré en un café en el centro de la ciudad con una pareja de chicos que conocí a través de CouchSurfing. Uno de ellos me lanzó esa pregunta. Le dí un sorbo a mi café con crema de coco - algo típico por aquí - tome un poco de aire y de la forma más diplomática traté de explicarle que es lo que había experimentado en la primera semana de vivir en Palu. A partir de eso, me surgió la idea de irles contando los choques culturales que voy teniendo. Aquí les va el primero. Vivo en un complejo estudiantil dentro de la universidad que ha sido asignado para estudiantes internacionales. Comparto una casa con jóvenes entrando a los veintes provenientes de Vietnam, Tailandia, Egipto y Timor del Este. Mi único contacto con occidente es Arek, un jovencillo polaco buena onda que está de intercambio en la Universidad. En nuestra casa no se puede traer invitados, tampoco las visitas de personas del sexo opuesto a las habitaciones y los del mismo sexo solo pueden estar una hora cuando máximo. El alcohol está prohibido, así como consumir o almacenar carne de cerdo en el refrigerador y si, también ser obeso está prohibido en casa. En principio son reglas que aplican no solo en casa, sino en mayor o menor medida en la sociedad predominantemente musulmana. El fin de semana pasé dos horas buscando por toda la ciudad una tienda donde comprar unas cervezas. El sudor cae a cuenta gotas de mi frente cuando entra el medio día y jamás había deseado tanto conseguir una cerveza bien fría para refrescarme. No puede ser tan difícil ¿no? - en Alemania se bebe cerveza hasta en la cafetería de la Universidad, y cada pueblillo cuenta, orgullosamente, con su propia cerveza local. Estaba a punto de darme por vencido cuando decidí ir a supermercado más grande de esta ciudad de trescientos mil habitantes. La cajera me condujo junto con un hombre de seguridad a una bodega cerrada al público donde tienen las bebidas alcohólicas. La mujer me señaló un pequeño estante con unas 15 cervezas de medio litro de una sola marca - Bintang. Me acerqué con cautela, tomé dos cervezas y se las entregué a la cajera. Cinco euros, eso fue lo que pagué. Tomé mi bolsa negra con mis dos cervezas calientes y me alejé del lugar. Indonesia ha cambiado en los últimos años. El ala más conservadora ha ganado mayor popularidad dentro de la política y con ello muchas nuevas restricciones han tomado lugar. Por ejemplo, las bebidas alcohólicas están prácticamente prohibidas a excepción de ciertos lugares fuertemente regulados, y sus precios han aumentado al cien por ciento. Hace tres años, cuando viví un tiempo en Sumatra, la cerveza estaba en cada aparador de las tiendas y costaba un euro. Algunos creen que esto tendrá repercusiones en el turismo en regiones como Bali, pero los "bulé", como se les llama a los extranjeros de occidente, están dispuesto a pagar por sus chelas. Indonesia es un choque cultural fascinante y difícil. El reto más grande que vivo es dejar a un lado todo concepto social que haya retenido en México o Alemania y aprender una nueva forma de organización y de ver la cosas. Es increible como viviendo en el mismo planeta las personas podamos comprender la vida de forma tan diversa. La próxima vez que vayan por dos chelas, recuerden que dicha acción no es tan simple como suena. |