Eduardo nació en Montevideo 46 años antes que yo. En algún punto de su vida habrá decidido dedicarse a escribir y contar historias, la verdad no sé como fue. Conocí a Eduardo hace unos años en Maní, una ciudad representativa para la historia colonial de la Península de Yucatán. Justo en Maní, unos 500 años atrás, Fray Diego de Landa ordenó convertir todas las escrituras mayas en cenizas y construyó iglesias sobre los templos hechos polvo. Por mucho tiempo los mayas se rebelaron contra la ocupación europea. Ahora el pueblo aparece en algunos libros de historia y guías de viajes. Era agosto del 2009 cuando me encontré a Andrea. Ella siempre tuvo una forma fascinante de narrar historias. Muchas veces nos sentamos en los frescos pasillos del palacio de gobierno de Mérida con nuestras aguas de sandía, y mientras uno arrancaba con un tema el otro escribía cuidadosamente los descubrimientos filosóficos en servilletas arrugadas. Andrea me contó sobre la guerra civil española, la dictadura Pinochetista en Chile y sobre los muchos movimientos sociales y artísticos latinoamericanos en aquellos duros años de 1970. Le debo a Andrea haber conocido los escritos de Eduardo, la bella voz de Violeta y Victor, y las ideas de Salvador. Cuando Andrea se fue, procuró dejarme con la compañía de muchas historias que fueron importantísimas en los siguientes años de mi vida. Una de ellas es la de un hombre en Colombia que logró subir al cielo y observó a la humanidad. El hombre descubrió que las personas somos como un mar de fueguitos. Unos fueguitos brillan más fuerte que otros. Unos se apagan con el tiempo, mientras que otros podrían quemarte si te acercas mucho. Lo más importante, decía el hombre, es que no existen dos fuegos iguales y todos brillan con luz propia. Esta historia fue escrita por Eduardo. Hace dos meses decidí medio organizar un viaje por Laos y Vietnam, dos de los poquitos países comunistas que quedan en el mundo. Apenas me dio tiempo de empacar algunas ropas y mi cámara fotográfica para luego partir al aeropuerto. Después de 20 horas, una noche en el aeropuerto de Kuala Lumpur y 4 vuelos, logré llegar a la antigua capital de Laos, Luang Prabang. En Laos las mezquitas indonesias son remplazadas por coloridos templos budistas, las motos colectivas (ojek) por tuktuks, y las mujeres no portan velos, pero muchos niños y jóvenes monjes caminan por las calles con vestidos naranjas y algunas bolsas. A las cinco y media de la mañana los monjes hacen filas por las calles para recibir donativos y alimentos de los pobladores. El resto del tiempo es para meditar y alcanzar un profundo entendimiento sobre la vida y como combatir el sufrimiento humano. El tuktuk me dejó en la puerta del hostal. A las afueras había ríos de personas empapando las calles del mercado local, pero la atmosfera era de silencio y tranquilidad. La recepcionista me acompañó hasta mi habitación que compartiría con 12 viajeros más. El primer día durante el desayuno conocí a Monika y Tomas, una pareja de jóvenes polacos que van recorriendo el mundo en bicicleta. Cuando les pregunté cuanto tiempo llevaban en el camino no supieron muy bien cómo responder, en algún punto de su viaje pasaron por México y América Latina. La siguiente parada, me dijeron, China. Edu ya alcanzó los treinta, tiene el cabello lacio y oscuro, y unos ojos cálidos y melancólicos que transmiten una paz y serenidad indescriptible. Es imposible no sentir un cariño fraterno por Edu apenas después de unos minutos de conocerlo. Una mañana, Edu y yo recorrimos los senderos boscosos aledaños a la ciudad hasta llegar a unas increíbles cataratas de aguas azules repletas de selfie-sticks manejados por turistas surcoreanos. Casi no le presté atención a la cataratas porque Edu me estaba narrando sus descubrimientos sobre la vida en aquellos de sus viajes introspectivos. Los días siguientes el grupo creció con varios integrantes más: William, Juliana y Albert (o Beto). Aunque nacidos en diferentes puntitos en el mundo, nuestro más fuerte lazo era la inmensa necesidad por encontrar respuestas sobre un mundo que va demasiado rápido. Algunos de ellos dejaron todo atrás, la familia, los amigos y el trabajo, para replantearse la razón de existir. Quizás al hacer esto perdieron muchas cosas, entre ellas el miedo. Después de abrazar a Edu como si despidiera a un hermano y antes de irme de Luang Prabang, subí a lo alto de una de las colinas donde las puestas del sol tiñen al rio Mekong de un rojo intenso. Muy a lo lejos la ciudad se iluminaba con los destellos del mar de fueguitos humanos, tal como Andrea me contó una cálida tarde meridana, tal como Eduardo escribió. Ya estando arriba miré hacia todos los puntos cardinales, y a lejos pude reconocer a esos fueguitos que han encendido mi existencia a lo largo de esta vida que se ha convertido en un viaje. “Hey, where are you from?”, me preguntaba una chica rubia mientras aventaba su mochila de 30 kilogramos en el asiento del tuktuk que me conduciría al siguiente destino: Vang Vieng.
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Por regla general, cuando una persona obtiene un avance en sus estándares de vida, muy difícilmente va a regresar voluntariamente a su estado anterior. El avance puede ser un objeto material, como por ejemplo, una persona que por toda su vida viajó en el transporte colectivo, pero con esfuerzo consiguió financiar su primer auto, en unos años ya no podrá imaginarse tomando un autobús, o incluso quizás olvidará la ubicación de los paraderos, o el precio del pasaje. A una escala mayor, en unos 150 mil años la humanidad ha alcanzado increíbles avances. En unos cuantos milenios pasamos de ser unos cuantos grupos de cazadores y recolectores desperdigados en el planeta, a domesticar el maíz (y muchas otras plantas) y establecer grandes imperios. En los últimos siglos los avances suceden tan rápido que es fácil perder el hilo. Cuando nací el uso del internet estaba en sus inicios y por lo tanto todos sus beneficios podían solo existir en el imaginario de algunos visionarios. Mientras nuestros ancestros para sobrevivir requerían poseer grandes conocimientos de la naturaleza que los rodeaba, en la actualidad solo basta con preguntarle a Google la ubicación del supermercado más próximo para hacer las compras de la semana. ¿Cuántos de nosotros estaríamos, por ejemplo, dispuestos a renunciar a las redes sociales y regresar a las llamadas telefónicas o correos postales? Además de nuestros abuelos, quizás nadie. Indonesia es el sitio perfecto para poder mirar cómo era la vida antes de muchos de estos avances. Indonesia es, en muchos casos, como el auto de Martin McFly para regresar decenas de miles de años al pasado. Por ejemplo, a unos cien kilómetros de mi casa todavía existen pequeñas familias de nómadas que tienden camas de hojas en las copas de los árboles para dormir y que se disputan los últimos remanentes de selva con el gobierno y las grandes corporaciones multinacionales que nos abastecen de bienes materiales. Al norte en el golfo de Tomini habitan los Bajau, un grupo de personas que viven prácticamente toda su vida surcando el mar en sus pequeñas canoas y buceando a puro pulmón para cazar todo tipo de seres marinos. Y al sur de mi ciudad existen mitos de pueblos dominados por superhombres, que solo las personas elegidas por los seres de la selva pueden mirar y hacerlo implicaría la inmortalidad. Siempre he sentido que cuando viajo a Indonesia paso por tres diferentes escalas de regresiones a la vida del pasado, que serían completamente ajenas para muchas personas en el mundo occidental. La escala número uno es Yakarta, una metrópolis que hace ver a la Ciudad de México como limpia, ordenada y sin caos vial. En Yakarta uno puede acceder a casi todo si se tiene paciencia: Internet inalámbrico, un capuchino, una ducha caliente, queso, leche y ensaladas hípsters, bares y vida nocturna, y algunos museos. Los centros comerciales crecen en los rascacielos de las zonas exclusivas donde algún privilegiado conduce su Ferrari rojo en una calle llena de baches, mientras a la vuelta el indonesio del barrio hurga entre la basura de un McDonalds. La segunda regresión es la capital de cualquier provincia, en mi caso Palu, la capital de Célebes Central. En Palu no hay bares ni vida nocturna. El último bar fue cerrado hace un año por el descontento causado por la venta de bebidas alcohólicas. En las calles, las personas por lo general me señalan y gritan “Bule” (blanco, extranjero, occidental) o “hello Mister”. Y es que fuera de las playas balinesas y los dragones de Komodo, Indonesia es un signo de interrogación para el mundo occidental, y a su vez el mundo occidental para los indonesios. En Palu, la electricidad es poco estable, al igual que el internet inalámbrico el cual comparto con miles de estudiantes que se amotinan en los pasillos de la universidad para actualizar sus estados de Facebook. El mes pasado que hubo un terremoto nos quedamos sin agua por algunos días y hoy le supliqué a una amiga de Nueva Zelanda enviarme unos foquitos para los tres únicos microscopios que perecieron con los apagones que dejó el torrencial de hace unos días. La tercera regresión, y quizás la más fascinante, es la vida del campo. Es en el campo donde me olvido del mundo virtual por completo (ya que literalmente no existe) y me enfoco solo a lo que está a mi radio de 15 kilómetros. El pueblo es como un pequeño microcosmos donde Farmville y Ages Empires se juega en la vida real, solo que los resultados tardan meses o años y una mala jugada puede llevar a una familia completa a la ruina y construir aldeas está acabando con la selva. A veces me gusta pensar que estoy dentro de un juego de rol donde soy el foráneo que llegó al pueblo en busca de conocimientos, y para lograr obtenerlos debo realizar muchas tareas que incrementen mi rango de respeto hacia con los pobladores. Mi primera misión fue conseguir 18 campesinos para realizar mis actividades, luego fue reclutar soldados (estudiantes) para llevar a cabo las misiones más complejas como transportar toneladas de materia orgánica por puentes colgantes. Hace unos días superé la misión de beber alcohol de palma destilado por los lugareños en galones de gasolina y regresar en la motocicleta en penumbras. La semana pasada perdí unos puntos en destreza, porque destruí el espejo de la motocicleta con un árbol de aguacates. Las realidades absolutasLas montañas del pueblo están repletas de militares que, cuando no están jugando voleibol, practican tiro al blanco con los últimos milicianos que hace unos diez años radicalizaran su movimiento político-religioso al prender fuego a varias aldeas y degollar pobladores de asentamientos predominantemente cristianos, entre ellos el mío. De vez en cuando aparece una cabeza colgando como piñata en alguna de las plantaciones de cacao aledañas a la selva. Todos en el pueblo hablan de los terroristas, como se les conoce. Algunos campesinos dicen que por las noches los terroristas bajan de las montañas a pedir sacos de arroz para llevarse a sus asentamientos. En la plazuelita cuelga una enorme manta con las fotografías de los terroristas (unos 15 individuos visiblemente desnutridos y vistiendo harapos), algunas con una equis roja señal de que los militares tienen buena puntería. Justo fue esa selva el hogar de los humanos más pequeños que habitaran el planeta hace unos 45 mil años. Estos humanos no median más de un metro y eran amos y señores de las islas. Ellos, junto con casi toda la mega fauna, se extinguieron cuando los primeros Homo sapiens llegaron al archipiélago indonesio. Lo poco que queda en las selvas no es mucho menos despreciable, Indonesia es el segundo país más mega diverso del mundo, solo atrasito de Brasil y por encima de México. Las selvas no solo están plagadas de terroristas y mosquitos, también son el hogar de uno de los primates más pequeños del planeta. El Tarsius, que seguro ya habrán visto en algún meme que corre por las redes sociales, no solo es adorable, sino que también es súper cute el condenado. Sería una verdadera pena que desapareciera de nuestro planeta. Hace unos días calculé que los 9 estudiantes y 3 asistentes que trabajan conmigo hablan unos 14 idiomas distintos al indonesio (la lengua oficial), pertenecen a tribus diferentes y ven la vida desde diversos ángulos. Algunos hacen pausas cada 5 horas para rezar y leer el Corán, otros descansan los domingos, unos más creen en los espíritus de la selva y varios vienen de una región donde entierran a sus muertos solo hasta que el último miembro de la familia haya entregado un búfalo a la viuda del difunto, lo cual puede tomar décadas. Cuando le pregunto a mis estudiantes el significado de alguna palabra, obtengo una decena de posibles interpretaciones que en muchos de los casos solo hacen que mi cabeza explote. A casi todos les da risa mi nombre, ya que Manu en Kaili (el idioma local) significa gallina. En este archipiélago indonesio de 13 mil islas y 5 mil kilómetros de este a oeste, cada kilómetro cuadrado ofrece una mirada a un pasado que me ha ayudado a entender quiénes somos y que nuestras realidades nunca han sido absolutas. Más terrorífico es saber que todos los avances de nuestra especie nos han llevado siempre a terra incógnita, y si esta termina no gustándonos será casi imposible volver hacia atrás. Lo más frustrante es aceptar que la mayoría de nosotros somos demasiado ignorantes para poder influir en nuestro futuro, y gracias a nuestra pereza por explorar nuevas realidades le estamos otorgando este privilegio a las máquinas que han terminado por enajenarnos a tal grado de dejarnos irreconocibles.
A las cinco de la mañana inicia la vida en El Pueblo. No sé a que hora se despierta Mama Tedi, o si de hecho duerme en algún momento, porque cuando nos levantamos una hora más tarde, el café y las galletas ya están sobre la mesa. A las señoras en El Pueblo se les llama "Mama" - sin acento en la segunda "a" - o también "Ibu", que significa "señora" en indonesio. Mama Tedi es viuda, tiene tres hijos y vivimos en el segundo piso de su casa, la casa de madera. Los dos hijos mayores, un hombre y una mujer, viven en la Isla de Java - la más poblada del país; y Tri, la hija menor, apenas tiene ocho años y vive en el primer piso con su madre. Mama Tedi tiene una pequeña cocina económica y frutería en la parte delantera de su casa de madera y lámina. Apilados en el piso uno puede tropezarse con los mangos, bananas de todos los colores y sabores, melones, sandías, papayas, jitomates, frijoles, hierbas de quien sabe que, chiles o "cabe" y un tipo de soya que le llaman "tahu" y "tempe". A Tri le gusta dibujar. Bueno, eso creo porque siempre la veo acostadita en la alfombra de la sala con dos o tres libritos y unos cuantos crayones viejos. Tri tiene el pelo corto, rizado y es tan delgadita que a veces pienso que si viene un viento fuerte seguro se va con él. Muchas veces cuando paso por la cocina noto como sus ojos tímidos y curiosos observan lo que hago, como si quisiera saber quien es ese nuevo personaje en casa. Por las mañanas, sentadita en una silla medio rota y con su traje de escuela, Tri espera a que Mama Tedi termine los desayunos. Después, Mama Tedi y Tri se trepan juntas en la moto y desaparecen por el camino esquivando piedras, charcos y una que otra gallina o perro. En el segundo piso de la casa de madera, vivimos Edi, Fandi, Muammar y yo. Mama Tedi nos renta el segundo piso por una pequeña cantidad de dinero y además nos alimenta tres veces al día. Edi lleva más de quince años trabajando para doctorantes de mi Universidad que por ya mucho tiempo han establecido varios proyectos alrededor de El Pueblo. Edi es la persona que en verdad hace que las cosas puedan avanzar en mi proyecto - es mi traductor, guía y coordinador. Edi tolera casi todo, menos empaparse en la lluvia y la comida picante. Fandi y Muammar son amigos y mis tesistas de licenciatura. Ambos tienen veinte años y un montón de energía y ganas de aprender. Apenas nos entendíamos la primera semana y ahora entre indonesio e inglés nos vamos moviendo de un tema al otro - si Indonesia irá algún día a un mundial de fútbol, si México tiene similitudes con Indonesia. Ambos son buenos chicos y respeto mucho su valentía de aventarse una tesis de licenciatura en un proyecto basado en una lengua que no es la suya. En el segundo piso tenemos cuatro habitaciones bastante rústicas, un baño compartido, y un gran balcón con una vista increíble hacía las montañas del Parque Nacional de Lore Lindu. Cada habitación tiene un catre medio apestoso y una mesita podrida para poner la ropa. Ayer se quemó el foco de mi habitación y desde eso decidí solo usar velas - no tiene sentido tener focos si de cualquier modo la mitad del tiempo no hay electricidad. En el balcón tenemos una mesa de trabajo llene de tazas de café vacías, paquetes de galletas a medio comer, fotocopias y cargadores de computadoras. Me tomó un tiempo convencerlos, pero creo ahora ya todos en casa reconocemos las ventajas de tener dos garrafones de agua en el balcón, en vez de botellitas de a litro que eventualmente terminarán en la hoguera al fondo del huerto junto con toda la demás basura. Mi lugar favorito en la casa de madera es la esquina del balcón. Ahí he colgado la hamaca donde paso las tardes con una taza de café mirando cambiar de color la alfombra de árboles que tapiza las montañas cuando va cayendo la noche. Quizás mi lugar menos preferido es el cubito de dos metros cuadrados que tenemos como baño. En la casa de madera uno no toma una ducha sino un "mandi" que consiste en echarse agua de lluvia almacenada en una pileta con un traste que parece una jícara. Como inodoro tenemos un agujero y punto.
La casa de madera también la habitan mosquitos, moscas, gatos, ratas, y un sin fin de lagartijas que se amontonan en los focos para el festín entomológico nocturno. Aunque ratas debe haber menos, porque el gato pinto anoche descabezó una en el balcón. Edi se encargó de desaparecer el cuerpo y la cabeza, pero la manchita de sangre sigue ahí, junto a la mesa de trabajo. Todas las noches, en la casa de madera se duerme con el concierto de los grillos, las ranas, el conductor trasnochado y uno que otro perro aullador. Y a las cinco de la mañana, un día nuevo comienza con el canto de la mezquita, el gallo del vecino y con Mama Tedi y Tri en la cocina. "Selamat Pagi" o buenos días. "¿Estás experimentando algún tipo de choque cultural?" Anoche me encontré en un café en el centro de la ciudad con una pareja de chicos que conocí a través de CouchSurfing. Uno de ellos me lanzó esa pregunta. Le dí un sorbo a mi café con crema de coco - algo típico por aquí - tome un poco de aire y de la forma más diplomática traté de explicarle que es lo que había experimentado en la primera semana de vivir en Palu. A partir de eso, me surgió la idea de irles contando los choques culturales que voy teniendo. Aquí les va el primero. Vivo en un complejo estudiantil dentro de la universidad que ha sido asignado para estudiantes internacionales. Comparto una casa con jóvenes entrando a los veintes provenientes de Vietnam, Tailandia, Egipto y Timor del Este. Mi único contacto con occidente es Arek, un jovencillo polaco buena onda que está de intercambio en la Universidad. En nuestra casa no se puede traer invitados, tampoco las visitas de personas del sexo opuesto a las habitaciones y los del mismo sexo solo pueden estar una hora cuando máximo. El alcohol está prohibido, así como consumir o almacenar carne de cerdo en el refrigerador y si, también ser obeso está prohibido en casa. En principio son reglas que aplican no solo en casa, sino en mayor o menor medida en la sociedad predominantemente musulmana. El fin de semana pasé dos horas buscando por toda la ciudad una tienda donde comprar unas cervezas. El sudor cae a cuenta gotas de mi frente cuando entra el medio día y jamás había deseado tanto conseguir una cerveza bien fría para refrescarme. No puede ser tan difícil ¿no? - en Alemania se bebe cerveza hasta en la cafetería de la Universidad, y cada pueblillo cuenta, orgullosamente, con su propia cerveza local. Estaba a punto de darme por vencido cuando decidí ir a supermercado más grande de esta ciudad de trescientos mil habitantes. La cajera me condujo junto con un hombre de seguridad a una bodega cerrada al público donde tienen las bebidas alcohólicas. La mujer me señaló un pequeño estante con unas 15 cervezas de medio litro de una sola marca - Bintang. Me acerqué con cautela, tomé dos cervezas y se las entregué a la cajera. Cinco euros, eso fue lo que pagué. Tomé mi bolsa negra con mis dos cervezas calientes y me alejé del lugar. Indonesia ha cambiado en los últimos años. El ala más conservadora ha ganado mayor popularidad dentro de la política y con ello muchas nuevas restricciones han tomado lugar. Por ejemplo, las bebidas alcohólicas están prácticamente prohibidas a excepción de ciertos lugares fuertemente regulados, y sus precios han aumentado al cien por ciento. Hace tres años, cuando viví un tiempo en Sumatra, la cerveza estaba en cada aparador de las tiendas y costaba un euro. Algunos creen que esto tendrá repercusiones en el turismo en regiones como Bali, pero los "bulé", como se les llama a los extranjeros de occidente, están dispuesto a pagar por sus chelas. Indonesia es un choque cultural fascinante y difícil. El reto más grande que vivo es dejar a un lado todo concepto social que haya retenido en México o Alemania y aprender una nueva forma de organización y de ver la cosas. Es increible como viviendo en el mismo planeta las personas podamos comprender la vida de forma tan diversa. La próxima vez que vayan por dos chelas, recuerden que dicha acción no es tan simple como suena. De Mérida, según Google necesitaría un día y dieciséis horas y abordar como mínimo tres aviones que cruzaran el océano Pacífico para llegar a Palu, desde donde escribo ahora. Para que les explique como se llega a Indonesia, tendría que regresar años atrás cuando en mi familia vivimos una de las crisis económicas más cabronas. Apenas estaba entrando a los veinte años y a la mitad de mi carrera como biólogo cuando mi mamá me dijo que ya no había dinero para el pasaje del autobus. En esa época mi papá pasaba por la peor racha de desempleo y los zapatos por catálogo que mi mamá vendía por unos cuantos pesos, apenas algunas vecinas los compraban. Ese día fui al supermercado e hice lo que en México se aprende al nacer- el autoempleo. Un buen amigo se unió a la idea y empezamos con una mesita con café y galletas en la explanada de la facultad. Pronto incluimos todo tipo de frutas, chicharrón, frijoles y ensaladas. Primero llegaron a apoyar los amigos, luego los profesores y al final era la facultad entera. Religiosamente cada noche me sentaba con mis papás en la mesa de la casa para cortar frutas, hacer frijoles, y espolvorear manzanas con chamoy. Por la mañana mi papá llenaba la nevera con las frutas y el hielo, mientras mi mamá rebosaba los tupperware de frijoles. Yo corría a la puerta junto con mis tiliches cuando mi amigo tocaba el claxon. Después a la Universidad. De la desesperación nació la esperanza. La crisis pasó, y el changarro de la facultad creció. Los colegas biólogos nunca me dejaron, y cuando tenía que ir a clases me atendían el puesto. En un año y sin tocar un centavo ya tenía lo suficiente ahorrado para realizar el sueño de mi vida - conocer El Mundo, o un pedacito al menos. Casi tres meses duró la aventura por Europa que me tocó compartir con un gran amigo quien se dejó seducir con mi idea de un viaje inolvidable. Y lo fue, al menos para mí - pues me enteré por primera vez de que si podía. Podía vivir de cacahuates en Barcelona, podía hablar inglés en Ámsterdam, y podía llenarme de amigos que al final harían de mi viaje, eso, inolvidable. Apenas aguanté unos meses de vuelta en Mérida y ya todo había cambiado. Los tacos al pastor de la esquina seguían maravillosos, pero el sabor a un Mundo con un sin fin de posibilidades me llenaba de mariposas el estómago. Primero me fui a Alemania como estudiante de intercambio por nueve meses. Viví en un pueblito, me enamoré de la vida, del amor, de los amigos, de la solidaridad y de la nostalgia por mi hogar en los largos inviernos alemanes. Aunque nunca pasé frio ni hambre - en menos de unos días ya había un alguien. De muchos "alguien" recibí lo indispensable para sobrevivir fuera del hogar, la amistad. Desde eso, no he vuelto a casa. Pero la pregunta inicial sigue en el aire - ¿cómo se llega a Indonesia? . Bueno, google dice que en avión, yo digo que con la maleta llena de historias y con el apoyo de la familia y amigos que siempre se rifaron y creyeron que si podía. No tengo idea de que vendrá, pero seguiré con la misma estrategia que hasta ahora - confiar en la cara buena de la humanidad. |